De
lo alto nos viene todo lo bueno y perfecto.
Allí
es donde está el Padre que creó todos los astros del cielo, y que no cambia
como las sombras.
Santiago 1:17
En una repisa olvidada de una tienda, un cuaderno lleno de
hojas blancas esperaba que alguien quisiera usarlo para algo.
Eran más populares los cuadernos con líneas y cuadros, pero
este cuaderno sin líneas no era atractivo para nadie.
—A ti
nadie te quiere —insinuó el cuaderno alineado—. Es lógico que todos quieran
buscarme porque mis líneas son útiles para todos, en cambio, tú eres un inútil.
—¡Es cierto! —afirmó el cuaderno cuadriculado—. Las líneas
o los cuadros servimos para algo, pero tú sin líneas no eres nada.
—Un cuaderno es un cuaderno —alegó indignado el pobre
cuaderno sin líneas—. Al final, los que deciden eso son los que vienen a
comprar. Alguno de ellos seguramente me querrá.
Llegó el
tiempo de ventas y los padres venían de todo lugar a comprar cuadernos para sus
hijos. Los niños y niñas corrían a probar todos los cuadernos disponibles y
escribían en ellos. Sin embargo, al pobre cuaderno sin líneas nadie lo quería.
Por más que abría sus páginas y las agitaba como aspas, nadie lo tomaba en cuenta.
—Es mejor este cuaderno —afirmó un niño—, aquí puedo
escribir sin que las palabras se vayan muy abajo o muy arriba.
—A mí me gusta más este otro que es de cuadros —dijo esta
vez una niña—, aquí puedo escribir un número uno debajo del otro y todo queda
perfecto.
Llegó una señora esperando comprar un cuaderno para su hijo
pequeño que apenas iba a aprender a escribir. Esa puede ser la persona que me
compre, pensó el cuadernillo que nadie tomaba en cuenta.
—Puede usted llevarse el cuaderno de cuatro líneas
—recomendó el ayudante—, es el mejor cuando se quiere aprender a escribir.
Y así, todos los cuadernos eran pedidos y vendidos, pero no
aquel cuadernillo olvidado que no tenía líneas ni cuadros ni ningún otro
atractivo.
Resignado
a nunca ser útil para nadie, se dejó caer en una mesa escondida en un rincón de
aquel lugar. Allí permaneció por muchos días, estropeado por los niños, algunos
arrancaban sus hojas y otros solo hacían feas manchas de colores en ellas.
Esa tarde, mientras su mamá hacía unas cuantas compras, una
niña de unos siete años se acercó hasta donde estaba aquel cuaderno
despreciado.
Ella lo vio, le quitó algunas manchas, reparó las hojas que
se habían doblado y arregló su cobertura. Luego, tomó un par de lápices y se
puso a dibujar.
La niña
lanzaba trazos como si fuera una experta: delicadas líneas curvas, algunas
largas, otras cortas, algunas en forma de sombras y otras que parecían traer
luz. Al principio el cuaderno sin líneas se sintió extraño, pero en unos pocos
segundos supo que estaba en buenas manos, aunque aún no podía ver lo que
aquella niña estaba escribiendo en sus páginas.
—¿Qué letras son estas? —se preguntó el cuaderno en
blanco—. ¡No logro descubrir este idioma!
Cuando ella terminó, al fin se pudo ver la hermosa figura
delineada en toda la página. Era un paisaje calmado con muchos árboles y
flores. En el centro había un caballo galopante que parecía estar vivo. Dibujó
flores llenas de rocío y una delicada lluvia que caía sobre el bosque.
El sol parecía ocultarse en aquel dibujo pues ya empezaba
la noche y algunas estrellas se asomaban tímidas sobre el firmamento.
Varios
niños y niñas notaron la habilidad de esa muchacha para hacer aquellos trazos.
Todos empezaron a pedir como locos algunos de aquellos cuadernos sin líneas
donde se podía escribir en este nuevo lenguaje.
—¡Hey, niña! —exclamó el cuaderno dirigiéndose a la pequeña
artista—, ¿cómo se llama este lenguaje que has escrito en mis páginas?
La niña respondió con una sonrisa de satisfacción.
—Se llama “dibujo”.
Dialoga con tus hijos:
1.- ¿Cuál era la habilidad de la niña?
2.- ¿Cuál era la habilidad del cuaderno?
3.- ¿Para qué piensas tu que eres hábil?
4.- ¿Qué hace Dios con tus verdaderas habilidades?
